Mujer
"El silencio es el grito más fuerte de una mujer"
Ella caminando las calles de una ciudad que comenzaba a desperezarse.
Ella que estudiaba a la gente, que como autómatas repiten sus rutinas.
El ir a la oficina.
Levantar de persianas metálicas, en ese ruido tan de siempre.
Gente que procede a hacer una reverencia a los nuevos dioses, al encender sus computadoras. Ellos que se obcecan en perder la vista en esas cárceles modernas de metacrilato y luces led.
No levantaban la mirada de las aceras al ir deambulando. O de las pantallas de sus teléfonos. Sus oídos sordos, tras esos cascos enormes. Ajenos a la realidad, por que es... fea.
Ella que mira hacia el cielo gris vestido de invierno. Tan del norte como el viento agresivo que venía preñado de lluvia desde el océano.
Ella que se arrebuja entre capas de lana y fino paño color catafalco.
Mira dos veces para cruzar la calle, por el lugar incorrecto.
Ella y su forma de jugarse el tipo.
Allí estaba su osadía del día.
Paró en un puesto y compró un café para llevar y al llegar a la esquina, después de haber calentado sus manos, vio a un hombre joven estirando las mantas de una improvisada cama.
Es surrealista la escena.
Mezquina.
Y algo se le retuerce en las entrañas.
Él guarda algo en una mochila y ella se pone de cuclillas a su lado.
Espera a que él se gire hacia ella y mirándole a los ojos le tiende el café.
Ella que le sonríe y se levanta sin esperar nada.
Sigue su camino.
Y se deja llevar por el ritmo aún desacompasado de una urbe perezosa.
Aún tenía tiempo para andar sus calles, para quedarse maravillada ante las cúpulas y aquellos rostros de piedra que te miran desde la altura si sabes bien dónde buscar.
Pasó lista: el león antes de entrar en Capua, en nada sería un hotel .Del Atlante del martillo .
La cariátide del nenúfar y el dragón se habían quedado esperando allá en mitad de Cabrales y para el postre dejó, como siempre a los guerreros en los azulejos, en forma de medallón, que la tenían enamorada.
Escuchó el reloj de la iglesia dando la hora.
Aceleró su paso.
Serpenteó por calles preñadas de historia y disparó su móvil contra una muralla que había sido puesta allí por los romanos.
La historia.
El palacio no estaba muy lejos .
La chica de la puerta se ofreció a guardar su abrigo y demás piezas de aquel conjunto tan acorde con el temporal.
Y ella le regaló una sonrisa sin saber que acababa de arreglarle el día.
Con el folleto en la mano entró en el patio central del palacio.
Con luz cenital, la exposición estaba bien iluminada y perfectamente enmarcada en aquel idílico edificio.
Le sorprendió el tamaño de las obras.
Enormes fotografías.
Como perderse en el Casón del Buen Retiro y darse de lleno con la Juana que inmortalizó Pradilla.
La composición de esa primera obra era un poco aquel cuadro que a ella la había enamorado media vida atrás. Lo único que el artista en un alarde de valentía enseñaba al mundo el dolor mudo.
Descarnado.
El desnudo era soberbio.
La mujer aunque doliente, poseía ese amargo e inquietante don de hacerte volver a mirar aunque sepas que sufre.
No sabía por qué, pero la imagen era inquietantemente perturbadora.
De nuevo volvió a ella aquella Juana, joven y enamorada, rota de dolor , en mitad de un páramo, llorando a Felipe.
Pasó a otro retrato y esta vez fue Klimt quien le cedió la imagen.
Las tres edades de la mujer.
Blanco y negro de nuevo y los contrapuntos.
Las comparaciones.
La dulzura de la niñez, el esplendor de la mujer joven y la indefensión de la vejez, con sus estragos, con sus huellas bien visibles.
Bofetada de realismo sin mordaza.
Aquella exposición la estaba tocando la fibra y lo que no lo era.
La hería si se puede definir así ,lo que le hacían sentir , unas imágenes bidimensionales silenciosas que parecían gritarle.
Más paralelismos con obras magistrales de la pintura.
Un recorrido por todos los movimientos.
La sonrisa de la Gioconda contemporánea.
La magistralidad de la Venus emergiendo de las aguas.
La dormición de la Virgen...
Cambió de sala y la luz se hizo más tenue.
Sonaba una melodía.
"Perfect"
La reconoció y entonces las fotos se llenaron de magia.
Eran más bien retazos que fotografías.
El artista había ido recortando encuadres para mostrar lo que para él era
la perfección del amor:
La instantánea de la sombra de dos niños.
Unos pies bailando inmóviles sobre la hierba.
Unos ojos que miran fijos hacia el futuro.
Estrellas en un cielo infinito.
Una guitarra sobre el regazo desnudo de una mujer.
Y su favorita.
La mano de él, aún vestido de traje, sobre la retaguardia de ella que le recibe en ropa interior, tras lo que se supone que es un día cualquiera de ausencia.
Una lágrima que se le escapa.
Allí en esa sala con luz mortecina, donde el artista narra sin palabras su concepción del amor.
Y se limpia con la manga y sin saber por qué busca un sitio donde sentarse.
Y al girarse hay alguien que le tiende un pañuelo.
Da las gracias sin fijarse .
Busca ese lugar donde poder pararse a analizar de nuevo aquella sala. Todo el conjunto.
Y allí se queda escuchando en bucle la canción y paseando por las fotografías que le parecen la mejor declaración de amor que ha visto en la vida.
Sale al rato.
Y sigue por salas que comienzan a tener más espectadores.
Y se alegra de haber estado sola.
O al menos lo bastante como para no tener testigos de esa debilidad tan suya, de llorar de manera gratuita.
Se ha olvidado del hombre del pañuelo porque sí.
A posta.
Aunque no ha soltado el pañuelo de tela que él le dio.
Y va a recoger sus cosas una vez ha diseccionado toda la exposición .
Y la chica se fija entonces en el pañuelo.
Y antes de que se marche le hace firmar un libro de visitas.
Ella lo hace por cortesía poniendo además su sincera opinión.
Al devolver el bolígrafo la joven le tiende una tarjeta de visita.
Ella observa contrariada.
-Alguien necesita con urgencia, que le devuelva su pañuelo...
Y
yo
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