Lágrimas negras
Caminos, sendas y estelas.
La quietud de ella la
semejaba a una de esas estatuas de bronce de Degas. También la luz daba a su
piel un tono demasiado cobrizo para pertenecer por derecho a aquel paisaje, a
aquella plaza abarrotada de gente en plena canícula torontoniana.
Fue lo primero que
vio y lo atesoraría para siempre en su retina de artista. La curva contracurva
de su pómulo, la mirada perdida en la fuente que a modo de espejo reflejaba la
fachada del antiguo ayuntamiento. Ladrillo, piedra, gárgolas fantasmagóricas
herederas de un pasado pretérito. Y allí en aquel cuadro bucólico, mirando a
una pequeña gaviota blanca, que a modo de Jesucristo caminaba sobre las aguas,
la encontró a ella.
Su tiempo se
detuvo. Su corazón dudó un instante entre sístole y diástole. Dejó de escuchar
la algarabía reinante y su cristalino se ajustó a la perfección en un
contrapicado enmarcándola solo a ella.
Era pequeña. No,
más bien delicada. Tampoco, se dijo para
sí. Era su postura la que le aportaba un aire digno y regio. Femenina. Sí, era
femenina Aún llevando unos vaqueros descoloridos , una camisa blanca demasiado
holgada y unas playeras oscuras de tendencia vintage. Sus pies marcaban un
compás ,un ritmo que solo ella parecía seguir. Sonrió un instante y él perdió
para siempre la cordura.
Luz. Calor. Vida. Se sintió febril casi enfermo, aunque por
otro lado notaba cómo la adrenalina se adueñaba de cada una de sus arterias.
Amor.
Había caminado solo
entre un montón de gente toda su vida y de repente, bajo el tañir de la sexta campanada
del reloj de la vieja Alcaldía , en plena plaza de Nathan Phillips. Él, encontró su destino.
La gaviota alzó el
vuelo asustada por el Grito y entonces, más de 2.500 voces comenzaron a entonar
el himno de México. No olvidaría nunca aquel 13 de septiembre. Mientras
respirara recordaría cada instante de aquella tarde .
Mientras…Ella…
Se había desplomado
exhausta bajo la sombra de aquella vieja edificación que no pegaba para nada
dentro de aquella urbe. Sus ojos de turista dieron un barrido sobre la gran planicie
que describía la plaza. Más bien es el resto del conjunto el que sobra, rumió
para sí.
¿Qué hacía ella allí?. La multitud de personas, razas,
etnias, no le era indiferente. Había visitado demasiadas ciudades y capitales
mundiales como para sentirse extraña, sin embargo y por primera vez, se sintió
fuera de lugar. El idioma, no. Aquel era el suyo, con otro matiz, con otro
acento, con el arrastrar suave y un poco seseado de las erres. España!, suspiró
mientras bajaba la vista hacia la fuente.
Y entonces reparó en
una solitaria gaviota. La soledad del corredor de fondo. Sus labios dibujaron
las palabras mientras intentaba comprender a aquella ciudad tan paradójica: su
lago parecía un mar. Lo antiguo no tenía más de cuántos, trescientos años?. Hay gaviotas en tierra,
mexicanos vistiendo sus mejores galas… una bailarina de flamenco dejándose
mecer por rancheras.
Recordó entonces
la letra de una canción “Lo que te llevará al final, serán tus pasos, no el
camino…”. Sus labios dibujaron una sonrisa amplia y franca. Sus pies
paradójicamente la habían guiado toda su vida :Primero en el salón de su casa
mientras repetía danzas que veía en la televisión. Luego sobre las tablas de un
viejo circo, su primer premio una bicicleta a la tierna edad de cuatro años… barras
de ballet, disciplina, ritmos, compases, bambalinas, teatros,
auditorios…Nómada, gitana, ciudadana del mundo.
Las campanadas de
la torre la sacaron de su letargo. Eran las seis de la tarde . Volvió a sonreír
justo cuando la plaza en pleno comenzó a
despertar bajo un grito;
- Mexicanos! “Viva la Independencia!. Vivan los héores…!”el
cónsul siguió con su liturgia y al final , tras tres Viva México! comenzaron a entonar su himno . La gaviota alzó el vuelo
con una limpia cabriola. María deseó por
un instante ser aquella gaviota. Volar. Encontrar su sitio en el mundo.
Las banderas de
México se alzaron, ondearon al viento y la alegría inundó la plaza . Entonces,
solo entonces ella se sintió un poco
como en casa. Se puso en pie y se dejó arrastrar por la marea de gente que se
balanceaba al ritmo de los mariachis . No pudo resistirse y comenzó a bailar en
cuanto un guapo muchachote la asió del brazo.
Fue solo un instante lo que él tardó en sortear a un grupo
de personas que se abrazaban exultantes, pero la perdió de vista. María había
dejado atrás los tres arcos de medio punto que surcaban la fuente.
No la veía, se
subió a uno de los bancos de listones de madera que bordeaban la fuente. Más
color, más texturas. Olores a flores, al aire frío que comenzaba a escaparse
del norte… ¡Anthony, céntrate!, se
ordenó a si mismo. ¡ Estás buscando a tu futuro!. Y entonces, en las escaleras
que llevaban al escenario la atisbó. De la mano de otro que no era él.
Sintió que el aire
se emponzoñaba a su alrededor, sintió la sensación opresora de los celos
retorciéndose en su interior y se sintió morir. Sin esperanza.
María vió como su
compañero hablaba con alguien en el escenario. Se imaginó que su deseo de
anonimato se había perdido . Ella dejó
que la llevasen al centro del mismo.
Se desprendió de la
camisa blanca , se soltó la coleta que amortajaba su salvaje y abundante melena
azabache. Cuadró su cuerpo y entonces, reparó en sus pies. Alguién debió de
darse cuenta. Hubo un movimiento entre el gentío y una de las bailarinas se
acercó con un par de zapatos de tacón. Se desprendió de las zapatillas de
deporte. Y volvió a su posición . Esperó.
Entonces las cuerdas de una guitarra rasgaron el aire.”
Lágrimas negras”, de Diego el Cigala comenzó a sobrevolar el cielo de Toronto y
sus tacones a repiquetear sobre las tablas. No había nada más. Su arte. La
guitarra. El sentir. Bailar o morir…
Cinco minutos,
apenas 300 segundos y Anthony supo que su vida
nunca más volvería a ser la misma. Cuando ella acabó la actuación y alzó
sus ojos oscuros se encontró de frente con otros de un azul tan intenso como el
cielo de su Madrid.
María supo que sus
pies la habían llevado por fin, al final
del camino.
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