En un recoveco del alma

 


            "Como cuerpos ,todos somos solteros; como almas, nadie lo es" Hermann Hesse

Miraba sin ver nada más que no fuera su sombra alargada. 
La soledad de sus pasos que dejaban huellas sobre la arena húmeda que luego borraba el mar.
El arrullo de las olas que morían a sus pies.
El sol calentando su piel morena.
La brisa desordenando un cabello que jamás lució peinado.
Caminaba a buen ritmo , moviendo sus brazos como si fueran el diapasón que marcase una melodía.
De ser ,sería , una lenta. Una milonga.
Quizás aquel bolero maldito que hacía llorar a su abuela.
Los relojes de arena. 
Las pérdidas.
La vida.
Dejó que la brisa le golpease en el rostro y  miró las dunas de arena.
Se sentó sobre ellas. Mirando hacia un horizonte que  ella sabía que no  era  más que un mero espejismo.
Nunca llegabas hasta aquella línea por mucho que navegases, por mucho que te empecinases en tocar el cielo. Jamás.
Como si fueras el naufrago de aquella novela.
Perdida.
Pérdidas.
De aquello comenzaba ella a saber demasiado.
Todo.
Se le encogió el corazón en el pecho y decidió que el aire fijase en sus ojos unas lágrimas que se negaba a soltar.
Alivio de luto.
Así vestía su alma.
Le había perdido . Si es que alguna vez le había llegado a tener.
La pertenencia es tan subjetiva como el mismo horizonte.
Se había visto  cegada por su brillo. Como si  él fuera el  mismo astro rey.
La lisonja de sus palabras, de sus maneras de antaño.
Su preocupación, tan falsa como la falsa moneda, de  aquella copla que la Montiel cantaba bajito.
¿Se les había roto el amor? se preguntaba , mientras dudaba de que alguna vez la quisiera.
¿Qué les había pasado?
¿Acaso...se habían perdido entre: sus obligaciones, entre sus rutinas, entre sus miedos?
No se habían perdido, estaban ahí con su calma, la paz , lo aprendido; en un recoveco del alma.
Lo aprendido no le traía calma.
La paz vendría luego, más tarde. Con la aceptación del desengaño.
En un recoveco del alma, sin embargo , sí encontró algo a lo que aferrarse, fuerte.
La absoluta certeza de su entrega. De su devoción real, de lo que le dijo y sintió que no eran un mero teatro.
Se abrazó  mirando de nuevo a las aguas.
Los recovecos de su alma vieja. 
De su alma sabia.
 De su alma cada vez más libre.
Y entonces sonrió al sol para que viera que solo ella tenía, la llave  que abría  su felicidad.
Solo se necesitaba a ella.
Nada más.
Con sus luces y sus sombras.
Con su equipaje.
Con su verdad.










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