Lágrimas negras

Caminos, sendas y estelas. La quietud de ella la semejaba a una de esas estatuas de bronce de Degas. También la luz daba a su piel un tono demasiado cobrizo para pertenecer por derecho a aquel paisaje, a aquella plaza abarrotada de gente en plena canícula torontoniana. Fue lo primero que vio y lo atesoraría para siempre en su retina de artista. La curva contracurva de su pómulo, la mirada perdida en la fuente que a modo de espejo reflejaba la fachada del antiguo ayuntamiento. Ladrillo, piedra, gárgolas fantasmagóricas herederas de un pasado pretérito. Y allí en aquel cuadro bucólico, mirando a una pequeña gaviota blanca, que a modo de Jesucristo caminaba sobre las aguas, la encontró a ella. Su tiempo se detuvo. Su corazón dudó un instante entre sístole y diástole. Dejó de escuchar la algarabía reinante y su cristalino se ajustó a la perfección en un contrapicado enmarcándola solo a ella. Era pequeña. No, más bi...